miércoles, 18 de junio de 2008

Este de Taiwán

Había comenzado a escribir esto en Taipei, pero surgieron cosas en medio, así que lo terminé en el avión que va de Vancouver a Toronto. Ahora tengo que esperar un par de horas. Mientras tanto como chatarra con chedar y bacon, gasto los ultimos dólares en Maple Syrup y tomo gaseosas cola.
(Si hay algún error sabrán comprender, dado que no lo he releido)



“Sigo asistiendo al show, obra de una sola función.
Me hipnotiza este ritual, sin lugar para perder o ganar”

Axolotl – Ignacio Di Palma

Hualien

Llego a una ciudad fantasma. Como si un tren te dejara en una ciudad del interior de la República Argentina que no conocieras, y de repente nadie hablara tu idioma, ni tu segundo idioma, y vos solo pudieras entender algunas palabras. Saco de mi billetera un precario mapa que solo contenía un punto rojo con la estación de trenes, cuatro calles y un segundo punto con la ubicación del hostel.

Me largo a caminar, tan solo yo, mi música y una mochila. Había puesto ropa interior y remeras para cuatro o cinco días, dos revistas sobre el interior de Taiwán y algunas galletitas Frutigram de avena y pasas que todavía conservaba en buen estado. Luego de caminar cinco minutos un señor me pregunta donde quiero ir, le muestro mi mapa y me señala el techo del lugar donde estaba parado; había llegado al hostel Amigos de Hualien. Me dijeron que era el primer argentino que pisaba el lugar, sin embargo no quise saber por qué el nombre estaba en español. Como escribió una vez Unamuno, sobre aquel hombre ciego que no quería afrontar la operación con un 50% de probabilidades de éxito, porque prefería seguir teniendo la esperanza de volver a ver. No quería escuchar que no sabían lo que significaba el nombre; aún así no creo que ellos supieran qué idioma se hablaba en mi país.

De repente se me ocurre una idea y le pregunto al señor si alquilaban bicicletas. Al estar un día en una ciudad se puede recorrer mucho más si uno está sobre ruedas. Pregunto que puedo visitar y me indican la dirección de la playa, inmediatamente pregunto si puedo nadar en el Océano Pacífico y me dicen que para eso debería ir unos quince kilómetros hacia el Sur, que ellos me recomendaban que disfrutara de la vista de la bicisenda que llevaba al Norte.

Me abro camino hacia el centro de la ciudad para comer alguna comida típica, que se materializó en pancitos rellenos al vapor, sopa agripicante y un licuado de melón que compré antes de salir y puse en el canasto del frente de la bici. Por supuesto, me dirigí hacia el Sur.

Luego de un largo trayecto la bicisenda llega a su final y mi única opción es un puente peatonal; ya en su punto más alto puedo ver una playa a la distancia, pero ningún camino directo. Tomo la ruta hacia el sur, siempre en la bicicleta, y en el primer cruce con semáforo doblo hacia la izquierda, o sea, hacia el Este. Me meto en un barrio; no exactamente un barrio humilde, es más bien uno de esos barrios de pueblo playero. Cuando lo termino de cruzar encuentro un pequeño pasaje, luego una calle precariamente asfaltada me lleva a una pared de vegetación donde un pequeño puerco negro me señala como pasar hacia el otro lado. Inmediatamente me encuentro frente a la majestuosidad del Océano Pacífico. Una playa de arena blanca, rocas, y el agua increíblemente azul. Y todo eso solo para mí.

Me bajo de la bicicleta y me dirigo walking my bike hacia la orilla del Océano. Se que suena raro para nosotros, pero al Oeste de la isla está el Estrecho de Taiwan, al Norte el Mar de China y al Este es el mismísimo Océano Pacífico. Apoyo la bici en la arena y me saco la ropa, la hago una bola y la meto en el canasto junto con los pancitos que me sobraron y lo que quedaba del melón licuado.

La corriente es muy diferente a lo que me tiene acostumbrado el Partido de la Costa e inmediatamente siento un poco de miedo de sumergirme. Parado en la orilla siento que mis pies se llenan de piedras. Me parece un poco extraño y me muevo a un lado donde solo hay arena, pero a los pocos segundos mis pies vuelven a llenarse de piedras; esa corriente era realmente fuerte. Hacia mi derecha veo como unas piedras crean una pequeña pileta que resguarda la orilla de la inmensidad del Océano. Me acerco y empiezo a entrar de a poco, en los primeros dos pasos el agua me llega a los tobillos, en el tercero a la cintura, en el cuarto al pecho; me rindo y me sumerjo, nado hasta las rocas y las trepo. Con las manos sangrando por las costas y ostras pegadas a las rocas que intentaban entrar en mi piel logro encontrar donde sentarme. A mi espalda las olas golpeaban en el muro y me salpicaban la cabeza, y luego se escurrían entre mis pies. De a poco la corriente empieza a subir y noto con un poco de preocupación que las rocas por las que subí ya no podían verse con facilidad. Me siento un poco más abajo tratando de hacer pie sobre algo sólido, pero es inútil. Así que tomo aire y me zambullo donde parecía más seguro. Ya más tranquilo nado un poco y emprendo mi viaje de regreso. Debía volver antes que terminara de bajar el sol.

Tairuko

El micro salía al otro día a las 7 am con destino Parque Nacional Tairuko, ubicado entre las montañas del noreste de la isla. Me despierta el conserje con una puntualidad asiática, tomo mi mochila y me voy. Llego a la estación dos minutos antes de que el micro salga y luego de cuarenta minutos llego a las puertas de ingreso, y espero el otro micro que me llevaría al interior del parque.

El lugar es único, rodeado de montañas, ríos, aves, insectos y aire puro. No sabía exactamente qué puntos visitar, así que decido seguir los pasos de la Hongkoinesa que conocí en el segundo micro. Ella no hablaba mucho inglés, ni mucho chino mandarín, tan solo hablaba en Cantonés, lengua en la que no sé ni decir hola.

Esa noche decidí hospedarme en un hostel dentro del parque nacional. Por la ventana de mi habitación pasaba un río y a continuación una montaña con tanta vegetación que parecía como si solo fueran árboles creciendo uno sobre el otro. Apoyo mi cabeza en la almohada y miro el techo, vuelvo la cabeza hacia atrás y me sorprende el cielo, totalmente estrellado y con un negro muy intenso. El ruido del río, el viento y las estrellas me hacen entrar en un transe, una confusión entre sueño y recuerdos.


Taitong

Suena el teléfono y me despierta una voz en chino. El sonido metálico de su voz no es un buen día ni nada menos, seguramente me debe estar diciendo que el servicio de despertador cumplió su objetivo. Me pongo el único jean que llevé, la remera, las zapatillas y me cuelgo la mochila. El primer micro hacia la estación de trenes se hace esperar, pero no tengo apuro; me compro mi cajita de té con leche favorita y me siento en la vereda de la estación.

Vuelvo a Hualien, entro en la estación y saco pasajes para el primer tren a ZhiPen, que queda dentro de la región de Taitong, al sureste de Taiwán. Una mujer en la recepción del hostel de Taipei me había dicho que ahí iba a encontrar buenas termas. Lo que no me dijo es que era un pueblo muy pequeño, donde no conseguiría pasajes de tren para regresar y que ni siquiera en el mejor hotel habría alguien que hable inglés. Que considerada.

Me informan en la recepción que la habitación cuesta NT$ 4000. Después de reirme abiertamente negociamos por NT$ 1800 con acceso libre a las termas y desayuno. Dejo mi mochila en la habitación y vuelvo a bajar. La mujer en la recepción me avisa que tengo que vestir malla y gorra de baño. Ufa… yo quería una terma nudista. No es por nada, pero la gorra de baño limita mucho la relajación, y lo de la malla, bueno, era puro capricho.

El lugar era de lujo, una piscina realizada completamente en piedras, con una gran roca en el centro de donde salía agua, una pequeña catarata y una tercera salida de agua más caliente. Fuera del agua deberían estar haciendo unos 30ºC, no quiero saber a cuanto estaba el agua, pero no fue fácil sumergirse, y ni hablar de la sección más caliente a la cual no pude acceder.

Esa noche cené en el hotel. No tenía muchas alternativas y si salía a comer afuera perdería mucho tiempo para disfrutar de las últimas horas en las termas. La comida fue perfectamente distribuida. Me recibieron con té verde y una sopa con zanahoria, hongo fugu, bamboo y huevo. Luego fueron trayendo los platos, cuando llegaba al 60% me traían uno nuevo, y cada plato que traían superaba en contenido de sabores al anterior, por lo que toda la comida podía ser disfrutada adecuadamente. A la sopa la siguieron unas piezas de sashimi y un cono japonés con vegetales, durazno y ananá. Luego un bol de arroz blanco, verduras amargas y un típico plato de panceta con salsa de soja y vegetales. Finalmente un plato de cornalitos fritos, saltados con chiles, ajo y maní, y una sopa de nabo y cordero. De postre sandía, uva, ananá y manju de poroto aduki.

Luego de una pequeña digestión hice uso de las termas internas del hotel, donde tienen todo tipo de hidromasajes, pies, piernas, brazos, tres para diferentes puntos en la espalda, hombros, cabeza y cuello. Estuve divirtiéndome hasta que cerró, y me fui a la cama. Me tomé dos tazas de cappuccino que el hotel me ofreció y me dormí mirando por mi ventana hi-fi.

La idea era ir el fin de semana a una isla llamada Penghu. Así que me tomé un taxi hasta la estación de trenes de Taitong y un tren rápido a Taipei, que llegó cerca del mediodía. El sol del sur se fue ocultado a medida que pasaban las horas y nos acercábamos a Taipei. El espectáculo tuvo su final al recibirme con una llovizna tropical en la capital del país. Los aviones a Penghu salen cada dos horas, así que solo había que ir al aeropuerto y pedir pasajes para el próximo. Como soy organizado (cuando quiero), llamé al hostel para reservar las camas y me dicen que no vayamos, que está lloviendo torrencialmente. Así que nos quedamos sin playa, pero lo compensamos con un fin de semana de shopping, mercados nocturnos y tragos con frutas exóticas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Espectacular. La verdad que todo suena demasiado paradísiaco y lejano. Te envidio un poco. Qué bueno que lo hayas podido disfrutar así.
Te veo el sábado Leo!!
Nacho